sábado, 25 de mayo de 2024

REENCUENTRO CON TACHIA QUINTANAR



Por Eduardo García Aguilar

La española Tachia Quintanar fue la pareja de Gabriel García Márquez durante un año entre 1955 y 1956, y según cuenta ella fue una linda historia de amor que después se convirtió en gran amistad de toda la vida. El escritor la visitaba siempre cuando venía a París, después de acceder a la fama con la publicación de Cien años de Soledad y convertirse en una figura literaria y política mundial. 

La invitó a la entrega del Premio Nobel en Estocolmo en 1982 y durante años fue su cómplice, corresponsal y consejera para asuntos administrativos y de propiedades en París; amiga y casi tutora de Gonzalo, el hijo menor del nativo de Aracataca, tipógrafo y editor que ha vivido largo tiempo en esta ciudad, a diferencia de su hermano mayor Rodrigo, quien prefirió Los Angeles, donde hizo exitosa carrera cinematográfica.

Tachia es un verdadero fenómeno, persona llena de luz, generosa, apasionada por las artes, dotada de una energía que desafía los años. Cuando la vi por primera vez en 2010 me impresionó por su belleza e inteligencia y la agilidad y vivacidad con la que nos atendía a todos en ese apartamento donde ya vivía sola después de la partida de su esposo. 

Ella conecta de inmediato con jóvenes y mayores y comunica esa energía y pasión por las artes que caracteriza a los seres luminosos como ella, de origen vasco, madre de un músico. En su casa pasamos varias veladas, cuando nos ha contado la alegría de visitar Colombia, donde hizo una gira para representar el cuento Isabel viendo llover en Macondo.

Poco antes de la partida del autor de El amor en los tiempos del cólera hacia el misterio del más allá, tal vez ya afectado por la peste del olvido, la recibió en la costa caribe y dieron un paseo propiciado por Mercedes Barcha en carroza halada por caballos por las calles de Cartagena de Indias, del cual hay amplio testimonio fotográfico.
 
El jueves la volví a ver en el consulado de Colombia en París, en el marco de una mesa redonda que sostuvimos con la francesa Annie Morvan, la traductora al francés una decena de sus obras, y el novelista bogotano Juan Gabriel Vázquez.

Pese a su edad y estado de salud, Tachia llegó con su hermana Irene y se sentó en primera fila igual de risueña y radiante que siempre, con la mirada viva del amor. Era muy emocionante verla de nuevo allí, en territorio colombiano, para hablar sobre la literatura de nuestro país, marcada para siempre por la obra del creador de Macondo.

Su hermana contó ante el público una sorpresiva anécdota. Gabriel llegó una tarde al pequeño apartamento donde vivían en la calle Assas con su amigo el padre Camilo Torres Restrepo y ella les preparó una deliciosa sopa de lentejas. Irene estaba tan encantada hablando con el inteligente y apuesto estudiante colombiano de postgrado de la Universidad de Lovaina, que Gabriel le advirtió muy preocupado y en secreto que se trataba de un cura. ¡Es un cura, le dijo!

Tachia se casó con el ingeniero de petróleos Charles Roussof, con quien vivio 40 largos años y residían en un apartamento en un piso alto de un edificio de la rue du Bac, casi esquina con Saint Germain des Prés, frente al cual está situada ahora la plaza que lleva el nombre del colombiano, inaugurada con pompa hace algunos años por la alcaldesa de París.

Se habían conocido un 21 de marzo de 1955, cuando el colombiano quedó varado en Europa tras el cierre del diario El Espectador por la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla y vivía como tantos jóvenes en la pobreza recogiendo botellas para vender o cantando en tabernas y bares canciones de su tierra vallenata, que interpretaba muy bien.

El colombiano vivía con otros latinoamericanos que huían de las dictaduras en un hotel donde les fiaban, situado en la rue de Cujas, y Tachia en un apartamento de la rue de Assas, donde se le fue instalando en esas frías jornadas aquel muchacho flaco, pobre, tierno y soñador caribeño que escribía y cantaba todos los días.

Tachia ya había vivido una larga historia de amor con el conocido poeta español Blas de Otero, y era poeta, actriz, activista cultural en torno a la cual se reunían artistas de distintos orígenes y nacionalidades que después se volverían famosos como el músico griego Mikis Teodorakis, Antonio Saura y el artista venezolano Jesús Soto, también amigo del costeño y con quien recorría las tabernas en dúo en busca de unas monedas.

Tachia es una fuerza inigualable y es ella más allá de la anécdota de su romance con Gabriel. Ella es poesía, vida, vino, ficción y realidad. Por eso al verla ahí en el consulado de la rue de Berri, a un lado de los Campos Elíseos, sentí la alegría de reencontrarla y evocar los brindis en su casa, poblada de cuadros, amigos y copas que tintinean en el aire de la noche al calor del vino, el afecto y la literatura.  
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 26 de mayo de 2024.




lunes, 20 de mayo de 2024

EL FANTASMA DE JOSÉ INGENIEROS


Por Eduardo García Aguilar

En la primera mitad del siglo XX, en la biblioteca de los jóvenes lectores de entonces, que eran muchos en América Latina, figuraban además de los clásicos de todos los tiempos, especialmente griegos y latinos, franceses, rusos o italianos, a veces acompañados por bustos de sus autores o cuadros referentes a sus historias, otros libros del mundo hispanoamericano de escritores como José Enrique Rodó, Miguel de Unamuno, Enrique Gomez Carrillo, Jose María Vargas Vila, que era el best seller de esos tiempos, y José Ingenieros (1877-1925), nacido en Italia con el nombre de Giussepe Ingegneri.
Médico psiquiatra formado en Buenos Aires, profesor de psicología experimental y neurólogo, estudió también en París, Lausana y Heildelberg, Alemania, convirtiéndose en una eminencia de su época que influyó en la reforma de la universidad argentina, y fue cercano a las ideas comunistas al principio y anarquistas después, y durante su corta vida de solo 48 años apasionado antiimperialista, por lo que fue leído con entusiasmo por los jóvenes en los años 30, 40 y 50 del siglo pasado.

Como los hombres de su época, era muy elegante, llevaba bigote retorcido, camisas de cuello almidonado con corbata y sombreros de diversos tipos, pareciéndose a un dandy finisecular y decimonónico. Así vestían otras estrellas de su tiempo como el gran poeta de Nicaragua Rubén Darío, el mexicano Amado Nervo, Gómez Carrillo, José Eustasio Rivera y Vargas Vila, entre otros.

Me recuerdo muy bien de él porque en la biblioteca de mi padre Alvaro García Cortés, estaban varios de sus libros, entre ellos el que lo hizo famoso, El hombre mediocre, y Las doctrinas de Ameghino, sobre un argentino de origen italiano como él para quien la humanidad apareció en la pampa argentina, o sea que ese país era la cuna de la humanidad, propiciando la creencia entre sus contemporáneos de que Dios era argentino, mucho antes de la aparición mítica del Che Guevara, Maradonna y el papa Francisco, primer pontífice latinoamericano.

Mirando algunos de los archivos de mi padre, que nació en Marquetalia, Caldas, en 1913, vivió largo tiempo en Manizales y murió en la capital colombiana en 1991, y quien amaba los libros y la literatura con pasión, he tratado de imaginar a todos esos lectores jóvenes de esa época plagada de grandes acontecimientos mundiales, las guerras de 1914-1918 y 1939-1945, conflictos y explosiones sociales y políticas que sacudieron los países del continente y por supuesto a Colombia.

Siempre ha habido la tendencia a olvidar aquellas décadas que se caracterizaron en todo el continente por una febril lucha de ideas que reproducía y enriquecía las luchas ideológicas y bélicas de Europa y se relatan en la gran literatura de su tiempo en obras cumbres como La marcha de Radetzky de Joseph Roth, La Montaña mágica de Thomas Mann o los libros de Hermann Broch y otros muchos.

Parte de aquellos jóvenes que despuntaban al mundo en los años 30 y 40, querían demarcanse del mundo agrario, autoritario  y tradicional de sus padres y abuelos, que trabajaron en las fincas y pampas continentales, tumbando monte y cuidando ganado,  y su rebelión consistió en irse a las ciudades, donde se escuchaban los tangos de Carlos Gardel, figura también a la que imitaban en su forma de vestir elegante, con trajes hechos a la medida por sastres, y el mismo corte de pelo engominado, sombrero Stetson como Edward G. Robinson y Al Capone, chaleco, mancuernas y mocasines superlustrados.     

Algunos de los hombres de esa generación pudieron realizar estudios universitarios y los que solo terminaron el bachillerato para después dedicarse a trabajar, se caracterizaron por ser profundos autodidactas, humanistas, coleccionistas de libros y lectores empecinados amantes de la literatura, el pensamiento y las ideas en boga que circulaban por el mundo y el continente. Mi padre era uno de ellos, liberal de ideas progresistas, laico, abierto a las diversas tendencias de la época, librepensador lector de los clásicos y de figuras como Rousseau, Voltaire y los pensadores positivistas o socialistas que pululaban en América Latina. En su biblioteca me formé, cuando en las frías tardes y noches de Manizales exploraba aquellos libros que descubría y leía con pasión en esos tiempos.

Además de los libros de José Ingenieros, estaban los de Vargas Vila y Unamuno y entre los colombianos los primeros de su amigo y copartidario liberal Otto Morales Benítez, Revolución y Caudillos y Testimonio de un pueblo, que leí muy temprano. También figuraban entre los libros de los colombianos las obras magníficas de Germán Arciniegas y de Indalecio Liévano Aguirre, los ensayos y obras de Bernardo Arias Trujillo, Hernando Téllez, Rafael Maya y José Hurtado García, entre otros muchos.

Gracias a  esa biblioteca devoré desde muy tempano Biografía del Caribe, El estudiante de la mesa redonda y Los comuneros de Arciniegas y la saga Los conflictos sociales de nuestra historia, la biografía de Simon Bolívar y el estudio sobre la Doctrina Monroe de Liévano Aguirre, que los jóvenes liberales humanistas como mi padre leían con entusiasmo.

Hago estas remiscencias porque anoche, depués de la presentación del libro Del famoso y nunca igualado corrido de Quicón Uriate, del autor mexicano Miguel Tapia (1972), en el Instituto Cultural de México, nos fuimos a celebrar y hablé entre otros con el escritor argentino Edgardo Scott (1978), quien a su vez se refería a la biblioteca de su padre.

De repente nos vimos en medio del tintineo de las copas hablando de José Ingenieros, algo surrealista y absurdo en estos tiempos. Dos latinoamericanos de París, un siglo después de Alfonso Reyes, Victoria Ocampo, Gabriela Mistral, Alejo Carpentier y Miguel Angel Asturias, rememorando a una figura olvidada y pasada de moda, que sigue tan viva como Rodó, Vargas Vila, Mariátegui, Unamuno, Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou, Unamuno, Ortega y Gasset y tantos otros ídolos de aquella época en la que nacieron y crecieron nuestros padres lectores y humanistas.
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 Publicado en La patria. Manizales. Colombia. Domiungo 19 de mayo de 2024.

sábado, 11 de mayo de 2024

LOS BARRIOS MARGINALES DE MANIZALES

Por Eduardo García Aguilar

Cuando terminaba el bachillerato, una de las más emocionantes experiencias fue dar clases de albabetización para adultos en los barrios marginales de la ciudad, situados por lo regular en precipicios y barrancos que daban hacia abismos y que en ese entonces, y tal vez en la actualidad, solo saltaban a la fama cuando ocurría un deslizamiento y morían familias enteras arrastradas por el pantano y la tierra removidos por los aguaceros andinos.

Nuestra generación y otras anteriores y posteriores, han estado caracterizadas en nuestro país por tener una conciencia social que despierta desde la infancia cuando quienes tuvimos la fortuna de no carecer de nada nos enfrentábamos por primera vez al dolor de la pobreza generalizada y la romería nocturna de niños, mujeres o ancianos que tocaban en las puertas de nuestras casas para pedir los "sobraditos", en diminutivo.

Lo que más me impresionaba era que casi nunca se veían los rostros de quienes esperaban en silencio y en la noche junto a la puerta a que la madre o la abuela llegaran con la comida caliente que siempre les ofrecían. Esa misma escena ocurría en casi todas las casas de la "ciudad de arriba", lo que muestra la magnitud del hambre y la pobreza escondida desde siempre en los barrios periféricos de las hondonadas del norte, junto a la quebrada de Olivares, o más abajo de Hoyo Frío y las laderas del sur que bajan al río Chinchiná.

Empecé a visitar esos lugares de día, cuando con mi amigo León Duque y los hermanos Buriticá y otros compañeros de la infancia nos aventurábamos a correr con nuestras ruedas de caucho hacia aquellos alejados lugares del norte en cuyas laderas se olía el cisco de la Trilladora de café o el aroma de la cerveza que fluía hacia los precipicios desde la fábrica situada en El Carretero o más allá del barrio San José o de la estación del Ferrocarril, entonces ya abandonada y en ruinas.

Así algunas veces llegamos al famoso puente de Olivares, lugar de leyendas y fantasmas de suicidas, al que se accedía por los caminos de La Avanzada, zona sulfurosa de tolerancia y malevaje que suscitaba todo tipo de especulaciones. Y en otras ocasiones nos aventurábamos a recoger musgo en el Monte de León, que ahora casi ha sido devorado del todo por el cemento y la urbe, o llegábamos a un lejano barrio aparte, Minitas, situado cerca del matadero, a donde acudían los arrieros con el ganado subiendo las empinadas lomas desde el barrio Asunción, como en los tiempos de la colonización.

Ya más grandes, cuando se avanzaba en el bachillerato, descubrimos otros barrios del sur situados en las hondonadas que daban a Villamaría o al Morro de San Cancio, barrios recientes surgidos de invasiones, cerca de Fátima  o Aranjuez, a donde llegábamos a presentar las obras de teatro que montábamos con Antonio Leyva y Pedro Zapata, una de ellas, Soldados, basada en un texto del barranquillero Alvaro Cepeda Samudio.

Gracias a la efervescencia internacional provocada por el Festival Internacional de Teatro Universitario y al auge del arte comprometido en boga entonces, pudimos conocer uno a uno todos esos lugares marginales donde nos presentábamos y conocimos así la otra cara siempre oculta de Manizales, los rumbos de más allá de la fábrica de tejidos Única o la lejana cárcel blanca, donde actuamos para los presos.

Y ya animados por la emoción inigualable e inolvidable de sentirse útil en la sociedad al enseñar a leer y escribir a adultos atentos, mujeres y hombres ancianos de miradas profundas y tiernas, rostros marcados por el trabajo, el sol, el sufrimiento y la pobreza, una noche caímos en una redada al acudir de madrugada a presenciar una invasión en alguno de esos precipicios que daban hacia Villamaría, por lo que mi primo Olmedo Pineda García me dice, bromeando y señalándolos con la mano izquierda mientras conduce, que soy uno de los fundadores de esos barrios.

Unos diez imberbes muchachos amantes de la poesía y el teatro fuimos capturados por el ejército y encerrados varios días con sus noches en dos calabozos pútridos de la Permanencia de Hoyofrío, de donde nos sacó por fin después de una angustiante espera y cuando en la radio nos acusaban de ser peligrosos terroristas y guerrilleros, el alcalde Ernesto Gutiérrez Arango, quien conocía mundo y sabía bien que éramos solo unos niños que soñábamos con un país mejor sin tanta injusticia y miseria.

Más tarde, cuando con mis amigos Carlos Eduardo Hoyos Gómez y Alberto Giraldo fundamos en el Colegio Gemelli el periódico Conflictos, nos atrevimos a hacer un reportaje nocturno en la zona de tolerancia de Arenales, junto al bailadero Tico Tico o el legendario bar del marica Alberto, a donde nos internamos en algún prostíbulo para entrevistar, con la autorización irónica de la dueña del antro, a jóvenes menores de edad que se prostituían y a las que pensábamos sacar de ahí y redimir con la inocencia febril y utópica de la adolescencia. No olvidaré nunca la mirada de esa muchacha con la que hablé en Arenales, ni el rostro oculto de quienes pedían comida en la puerta, ni la mirada profunda de los adultos analfabetos sedientos de letras. ¿Qué habrá sido de todos ellos?
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 12 de mayo de 2024.

sábado, 4 de mayo de 2024

LA CASA DE LAS BRUJAS Y TEQUILA COXIS


Por Eduardo García Aguilar

Unos años después de llegar a la Ciudad de México y cuando comenzaba a publicar uno tras otro varios libros, entre ellos novelas, relatos y poemarios,  cumplí el extraño sueño irrealizable de vivir en uno de los edificios más misteriosos y bellos de la capital mexicana, enclavado en la antigua colonia Roma y situado en la plaza Río de Janeiro, en cuyo centro arbolado hay un estanque y una reproducción del David de Miguel Ángel.

Abigarrado edificio de varios pisos construido por un arquitecto y constructor británico en ladrillo rojo como los castillos antiguos, tenía una torreta central rematada por una cúpula aguda de tejas oscuras y cuatro torretas del mismo estilo que le daban la apariencia de un edificio de película de vampiros con sede en Londres.

Allí en su tiempo y su juventud vivió el escritor Carlos Fuentes con su esposa, la gran actriz Rita Macedo, y es escenario de la novela El desfile del amor del Premio Cervantes Sergio Pitol, con la que obtuvo el Premio Herralde, y quien residió allí un año para asegurarse de que su narración de espionaje, situada en tiempos de antes y después de la Segunda Guerra mundial, fuera verosímil.

En un barrio lleno de museos, galerías, bibliotecas, palacetes de instituciones, cruzado por avenidas construidas al estilo europeo y pleno de árboles y plazas hermosas, vivían artistas, eruditos, sabios, familias añejas, magnates y jóvenes estudiantes y artistas locos que poblaban los cafés nocturnos y hacían la fiesta hasta altas horas de la noche.   

Albergó diplomáticos en las primeras décadas del siglo XX, pero en 1942 fue restaurado y convertido en su interior en una gran construccion de estilo Art Deco, por lo que sus lujosos apartamentos y estudios con amplias bañeras y acabados preciosos en madera y mosaicos, eran codiciados. Sobrevivió a la Revolución mexicana y a varios terremotos terribles como el de 1985, que experimenté ahí mientras veía como se desmoronaban los edificos modernos. Aun está en pie, enhiesto, bello y orgulloso y sigue siendo codiciado por las nuevas generaciones bohemias que sueñan con vivir en un sitio cargado de historia, misterio y leyenda.

Como esperaba el nacimiento de mi única hija, buscaba con afán un apartamento y tuve la suerte de que mi amigo el poeta mexicano Guillermo Fernández, traductor de decenas de libros de poesía y literatura italiana, convenciera al encargado del edificio, el generoso y amable bailarín Juan Medellín, de alquilarnos a nosotros el mejor apartamento, el situado en el segundo piso, en la esquina de la torreta gótica frente a la plaza, pese a que mucha gente hubiera dado la vida por obtenerlo.

El apartamento tenía una sala amplia, dos habitaciones y un estudio espléndido que daba a la plaza, donde escribí varios libros, entre ellos Bulevar de los héroes y Llanto de la Espada y muchos artículos para diversos medios mexicanos. Era una delicia escribir en ese lugar de sueño y mis amigos  mexicanos cuentan y recuerdan que en las noches y las madrugadas capitalinas escuchaban el incesante tecleo de mi máquina de escribir, cuando amanecía redactando y delirando con el ímpetu de tener apenas 30 años. Entre mis vecinos estaban el poeta Mario del Valle, director de la editorial Papeles Privados, el escritor Vicente Quirarte y Eduardo Vázquez Martin, quien después sería secretario de Cultura de la Ciudad de México. Pero en el edificio de unas cincuenta viviendas vivían también pianistas, pintores, bailarines, matemáticos, aristócratas arruinados, funcionarios, académicos y cantantes de ópera. 

La treintena es una de las edades más fogosas y creativas para todos los seres humanos en el campo que sea: finanzas, música, arte, arquitectura, medicina, física, ciencia, antropología, arqueología, geología, astronomía. En esa década las neuronas están en su mejor momento y la persona no es ni el adolescente inseguro o el jovencito inexperto, sino ya una criatura formada que es lo que será.

La Roma, donde vivió en la Avenida Alvaro Obregón el poeta nacional zacatecano Rafael López Velarde y en cuyo honor se creó ahí la Casa de Poesía que lleva su nombre, es un barrio porfiriano poblado de mansiones, palacetes, y cuando viví allí aun pervivían confiterías, cafeterías y pastelerías de las más exquisitas de la ciudad, como la centenaria Dulcería Celaya o La Bella Italia, donde se vendían los mejores helados. O sea que vivir y deambular por sus calles era como residir dentro del sueño.

Mucho tiempo después quise hacer un homenaje a la amada ciudad de México, donde viví más de tres lustros inolvidables, con una novela que se situara en parte en ese edificio contado por Pitol y Fuentes en los tiempos de la época del cine de oro mexicano. Parte de la trama y el desenlace de la novela se da ahí en ese palacete y la protagonista es una acriz colombiana imaginaria que vivió allí en los tiempos de gloria de Dolores de Río, María Félix, El Indio Fernández, Jorge Negrete y Pedro Arméndariz y tantas otras estrellas de la patalla grande que encendieron y animaron todos los cines de las ciudades latinoamericanas desde Tijuana hasta la Patagonia.  
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 5 de mayo de 2024.