Por Eduardo García Aguilar
Durante todos esos años los diarios dominicales fueron ventanas al
mundo. Los voceadores pasaban temprano por la calle y anunciaban las
ediciones llenas de imágenes, fotos, propaganda y el infaltable y
esperado suplemento de dibujos animados que traía las historietas de
Tarzán, Mandrake el Mago, Supermán, Benitín y Eneas, Pancho y Ramona,
Snoopy, y por supuesto mi querido Dick Tracy, detective de sombrero y
reloj de pantalla por donde se comunicaba en directo y al instante a
todas partes y podía ver las imágenes de los interlocutores. Yo quería
tener un reloj así y saber todo, comunicarme con otras ciudades, países,
capitales, planetas, poder estar en contacto con astronautas o
extraterrestres. Por eso los amigos me apodaban Dick Tracy.
Iba directo a los dibujos animados, Tarzán, Pedro Picapiedra, pero en
especial a Dick Tracy, a quien deseaba imitar. Envuelto en el olor
fresco de la tinta impregnada en el papel periódico, con las manos
manchadas, recorría las historias y así pasaron semanas, meses y años de
infancia hasta que aparecieron las noticias duras de muertes y guerra,
reales, concretas, emanaciones de viejas conflagraciones recurrentes,
cuyas heridas seguían vivas en forajidos y guerrilleros que desde niños
sólo vieron descuartizamientos, lágrimas, bombardeos, incursiones del
ejército, desplazamientos, éxodos, pobreza, miseria, maltrato, exclusión
y el sonido permanente de las armas.
A un lado estaban los dibujos animados y al otro las hienas sangrientas
de la política, asesinos, matones del ejército y la policía, bandoleros,
guerrilleros y forajidos apodados Desquite, Sangrenegra, Veneno,
Chispas, Venganza, verdaderas series animadas de carne y hueso, con
malos muy malos e implacables perseguidores. Pero un día el mundo
colorido infantil en que vivíamos sumidos cambió y en vez de la inocente
diversión irrumpió la realidad, de frente, con su cara de muerte o al
menos así lo tengo registrado en la memoria con el rostro de un mártir.
Años antes regresaba de ver otra vez el El ladrón de Bagdad en el
Teatro Manizales, cuando vi que había más gente de lo acostumbrado en
casa en torno a mi padre. Se pasaban unos a otros los diarios en
medio
de una agitada conversación.
La foto del padre Camilo Torres en la
primera plana de los periódicos me impactó y me desvió de las aventuras
cinematográficas y de las tiras cómicas ese lejano 18 febrero de 1966,
cuando papá comentaba que lo habían matado a los 37 años de edad, tres
días antes, en un combate en Patiocemento, en las montañas de San
Vicente de Chucurí, al noreste del país. Esa fecha antidiluviana del
siglo pasado marcó a varias generaciones y no sería yo la excepción.
Papá tenía los diarios abiertos en la sala y leía en silencio con los
ojos rojos, como si fuera a llorar. El cura muerto tenía los ojos
semiabiertos, opacos, de pez ido, ciego, hacia la nada, se veía la boca
entrabierta, los dientes aparentes y el rostro inexpresivo en la paz de
la inercia y el cabello ensortijado negro y la barba desordenada aferrándose a su cara de ángel caído, Lucifer defenestrado desde las alturas. Diablo. Ángel. Diablo. Ángel.
Otra foto de lado, con los brazos abiertos de crucificado, dejaba ver la
sangre mezclada a su barba y cabello ensortijados y el perfil de un
muchacho perdido, lejos de su mamá, sin el aura que le daba el traje
clergyman o las poses oratorias de líder nacional.
Papá veía la foto en la sala sentado en el sofá más grande color naranja
de nuevo diseño marca Muebles Metálicos de Palmira, esa mañana de
febrero de 1966, mientras Diana, la perra collie, brincaba y ponía sus
patas en sus piernas y ladraba corriendo como una loca por los
corredores.
Por Camilo el país se estremeció y por eso viví la efervescencia
provocada por esa figura, la agitación de los mayores, los comentarios
de los estudiantes de los cursos superiores al mío y así, de la mudez
observatoria del niño la voz personal emergió en ese corto lapso de
tiempo, cuando percibí de manera intuitiva las fuerzas tectónicas del
cambio en ciernes que, como siempre ocurrió en Colombia, fueron
aplastadas en sangre. El cambio es prohibido en Colombia.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 15 de mayo de 2022.